Tortilla de Patatas
Antes de salir por la puerta recorrí el salón con la mirada. Mi sillón favorito al lado de la chimenea con su tela amarillenta y raída por el paso de los años. El cojín para la espalda que bordé con la cara de Lili, mi perrita. La lámpara tan coqueta que encontré en nuestro viaje al norte, en un mercadillo de antigüedades. La cocina al fondo con la vajilla de mi ajuar. Todavía recordaba el día que la compré con mi madre, unas semanas antes de la boda. Lo recordaba igual que si fuese ayer, pero no, habían pasado sesenta y tres años y yo llevaba viuda siete.
Mis ojos se volvieron a inundar de lágrimas. La vida es un cambio constante y hay cosas que hay que afrontar sin más remedio, lo volví a repetir, igual que llevaba repitiéndolo los dos últimos meses.
Cerré la puerta de la casa a la que mi marido me había traído de recién casados, donde había nacido mi hijo, donde nos consolamos juntos tras su muerte, donde me quedé viuda.
Un pie delante de otro Graciela, tú puedes. Un paso, dos, nueve; ya estás en la acera. Despacito, como te dijo el médico. Ahora a esperar al hijo de los Rodríguez, era un chico formal, no llegaría tarde.
Miré calle abajo y mis ojos, aunque muy viejos, vislumbraron un vehículo que subía por la carretera. ¡Qué recuerdos! Era igual que el primer coche que nos compramos. Llevábamos casados tres años y tú habías estado ahorrando para poder comprarte uno. Que ilusión el día que lo estrenamos para ir al campo.
Recuerdo que mi vestido era color azul pastel con botones de nácar, desde el escote a la rodilla, y en la cintura un cinturón delgado de piel del mismo color. Me había peinado con un moño bajo, en la nuca, para así poder ponerme el gorrito de paja con la cinta blanca que habíamos comprado en nuestra luna de miel.
Ese Seat 1500 fue nuestra alegría durante años y años. Estabas tan guapo al volante. Hacía calor ese día y llevabas la camisa blanca remangada. Tus fuertes manos agarrados el volante con seguridad. Me sonreíste y salimos volando mientras nuestras risas se escuchaban por la calle.
¿De dónde habrá sacado el chico de los Rodríguez tal coche? Pensaba esto mientras el muchacho se acercaba a donde yo estaba, apagaba el motor y se bajaba del coche.
—¿Qué le parece señora Graciela?
Observé el coche en silencio, podría haber sido el mismo, de color negro como el nuestro. Tenía los mismos detalles cromados relucientes a los que no te cansabas nunca de sacarles brillo. El interior era de piel marrón, también igual que el nuestro. Asomada a la ventanilla, pude comprobar que estaba en perfecto estado. Se me volvió a nublar la vista, pero seguí negándome a llorar.
—¿Juan, de donde has sacado este coche?
—Verá, señora Graciela, mi abuela, cuando yo era pequeño, me contaba que usted había tenido un coche así y que todos los fines de semana se iba con su esposo de excursión. Me relató que siempre le contaba que vivían grandes aventuras. Así que he pensado, puesto que el viaje dura más de dos horas, que a usted le haría ilusión.
Me miraba con un poco de inquietud, supongo que creyendo que tal vez había metido la pata y que me había traído recuerdos que no me apetecían revivir. Yo sabía, también, el aspecto que tenía, pálida y temblorosa. Tal vez opinara que no estaba para sorpresas, pero no sabía que lo que había hecho por mi hoy, con este coche, era lo mejor que podría haber hecho.
—No sabes la ilusión que me has dado, Juan, esto va a ser una última aventura —le sonreí, mientras él me abría la puerta del copiloto, con el pecho hinchado de orgullo por haber acertado.
Una vez sentada, recordé nuestro último viaje antes de que el coche nos fallara y no se pudo arreglar. Te habías levantado esa mañana con ganas de bañarte en el rio. El verano no había empezado del todo pero ya apretaba el calor. Me cogiste de la mano antes de arrancarlo y con una ternura inusual en ti, me dijiste gracias. Te miré extrañada y pregunté por qué me dabas las gracias. Me contemplaste en silencio un tiempo; una pequeña lágrima deslizándose por el rabillo de tu ojo me alarmó. Me dijiste que jamás habías querido a nadie más que a mí y las gracias eran por haberte amado, mimado y cuidado tan bien. Recuerdo muy bien ese beso lento que nos dimos que sabía a sal y a felicidad.
—Bueno, señora Graciela, he pensado que si a usted le apetece, en vez de ir por la autovía podríamos dar un rodeo por los pueblos. Y si necesita descansar un rato podemos parar, que he traído una pequeña merienda. ¿Qué le parece?
—Mientras dejes de llamarme señora, a mí me parece una idea estupenda.
Juan sonrió como solo un chaval joven puede, con toda la vida por delante. Puso el coche en marcha y volando calle abajo se pudieron escuchar nuestras risas por las ventanillas bajadas.
—Mira Juan, en esa esquina estaba el asador de Perico. Allí, los del pueblo, nos reuníamos los domingos después de misa a tomar el aperitivo y a ver los coches nuevos pasar por la calle. Aparcábamos uno al lado de otro y los hombres alardeaban de que sus coches eran mejores, que si tenían más caballos, cosas así. Mi marido siempre aparcaba allí y así podíamos contemplar el nuestro y darnos cuenta de que era el más bonito.
—¿Era similar a este, no? —preguntó Juan, que iba con sus manos fuertes y morenas sobre el volante.
—Similar no, igual.
Sentía la vibración del motor en mi cuerpo desvencijado, y Juan, que había aminorado la marcha para que yo pudiese ver la esquina donde había estado el asador, se mantuvo callado dejándome con mis recuerdos.
Mi amiga Margarita pasaba en ese momento con su hija por la esquina. Le saludé con la mano y ella, hizo lo mismo, dijo:
—Graciela, como si fuese los años 50, te veo igual.
Juan sonrió y yo, que seguía viendo a Margarita por el espejo retrovisor, también al acordarme de los paseos en el coche, las dos sentadas detrás con nuestros maridos delante conversando.
Salimos del pueblo, el coche ronroneando como un gato. Juan conducía con habilidad mientras me contaba que tenía novia y que pensaban casarse al terminar la universidad. Yo le miraba, pero veía a otro hombre. Me sentía joven de nuevo, fuerte. Al estar la ventanilla bajada, quise soltarme el pelo del moño, como le gustaba a mi marido. Cerré los ojos al sentir el viento a través de mi cabello lacio, el coche surcando hacia un futuro incierto que me esperaba al final del camino. No quería bajarme nunca de este coche.
—Graciela, despierte —Juan me decía, mientras me sacudía el hombro con sumo cuidado.
—¿Dónde estamos, Juan? Lo siento, iba tan a gusto que me he quedado dormida.
—Queda poco para llegar, pero he pensado que le apetecería sentarse al lado del rio a almorzar un trozo de tortilla de patatas que mi madre ha hecho.
Tortilla de patatas, al lado del rio, con el coche aparcado cerca. El mismo coche. Una sucesión de recuerdos se agolparon en mi cabeza; tardes de campo, de playa, de montaña, con el Seat 1500 reluciente y el olor a tortilla de patatas envolviéndonos.
Siempre asocié el olor a tortilla de patatas con felicidad. Con tardes lánguidas de descanso bajo un árbol cerca del rio, recostados en el coche con el cantar de las cigarras en un monte lleno de pinos. Todo envuelto en el aroma de tortilla de patatas.
Juan me ayudó a bajarme del coche y sostuvo mi brazo al guiarme hacia la orilla. Hacia una brisa fresca que bailaba sobre el agua, olía a césped recién cortado y a recuerdos. Me ayudo a sentarme en una silla de playa que sacó del maletero y extendió una manta a mi lado donde se recostó, estirando las piernas. Empezó a sacar pan, la tortilla, vino tinto, vasos, cubiertos y demás enseres de una cesta grande, antigua. No me había sentido tan feliz en muchísimos años. Era una felicidad confortable, sin grandes destellos. Un bienestar que solo los muy viejos, como yo, sabíamos disfrutar.
Recordé porque me traía mi marido a este lugar, mientras veía el agua fluir rio abajo. Había mucha vida si te fijabas bien. Pájaros de distintos tipos iban de un árbol a otro, bajaban a lavar sus alas en la orilla del rio, cantando, volando con esa sensación de libertad que siempre anhelamos los humanos al verlos en el cielo. Había insectos que planeaban sobre el agua, pequeños lagartos verdes brillantes que se movían por el césped alto, tal vez algún conejo escondido en los arbustos cercanos. Era un paraje sosegado, un buen sitio para recostarse a soñar.
Una vez de vuelta al coche, emprendimos el viaje. Íbamos en silencio, yo con mis recuerdos de nuestros infinitos viajes de fin de semana en nuestro Seat 1500 y Juan callado a mi lado. Era un chico joven, con gran intuición, que sabía cuando había que respetar el silencio.
Por fin llegamos a nuestro destino; el hospital. Juan me ayudo a bajar del vehículo. Acaricié su metal calentado por el sol hasta llegar a los faros delanteros. Que felices habíamos sido con nuestro coche, tanto que concebimos a nuestro hijo en su asiento de atrás, como dos novios jóvenes alocados y no un matrimonio que llevaba tiempo casado anhelando la bendición de un hijo. Lo mejor de mi vida había pasado en un Seat 1500.
—¿Estará bien Graciela? ¿Si quiere la puedo acompañar? —dijo Juan, al contemplarme con preocupación.
—No, Juan, muchas gracias. Aquí termina mi camino —me volvió a mirar inquieto mientras se volvía a poner tras el volante.
—Llámeme Graciela, que la vuelvo a recoger cuando termine en la consulta del médico y con otra tortilla de patatas si hace falta —dijo al despedirse, con el brazo por fuera de la ventanilla mientras ponía el coche en marcha, mi mirada triste al contemplar como se alejaba, sabedora que a donde yo iba no había retorno.
***
Oía una voz llamarme desde muy lejos. Estaba recostada sobre la cama del hospital, mientras todo lo que me rodeaba, de un blanco impoluto, iba volviéndose luminoso, tanto que tuve que cerrar los ojos. Quedaba poco para reunirme con mi marido y mi hijo. Sentí como mi cuerpo se apagaba lentamente. De nuevo, oí el motor de un coche que se acercaba. Vislumbre entre la luz blanca cegadora a mi marido tras el volante y a mi hijo a su lado sonriente, envueltos en el maravilloso aroma de tortilla de patatas.
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