Sol
¿Realmente, quiénes somos por dentro? ¿Conocemos en profundidad a las personas a
las que amamos, amigos, vecinos de toda la vida? ¿Alguien me conoce? ¿Y a vosotros, le habéis abierto vuestro ser
completamente a alguien? A mí no me
conoce nadie. Soy una cría de buena
apariencia, de la que si indagasen mucho saldrían espantados, no vaya a ser que
el fuego del infierno les queme los talones al alejarse de mí. ¿Una contradicción, os preguntareis? No, soy una cara amable, sonriente, que
esconde el mal.
Nunca
me han pillado haciendo el mal, ni de pequeña, que ya era el mal
encarnado. Ultima hija de familia
numerosa, yo era el juguete lindo de todos.
En el barrio me llamaban “Sol”.
Para que os hagáis una idea.
Recuerdo
la primera vez que supe que las apariencias son importantes, que hay que
guardarse de enseñar lo que hay dentro de nosotros. Había un vecino, anciano, en el barrio. Don Manuel fue profesor de instituto, querido
y respetado tanto por alumnos como por padres.
Y qué decir de la dirección del instituto, casi un santo, así le describían. Pero yo ya sabía de fachadas. Sabía como ver esos pequeños gestos que nos
delatan algunas veces.
Un
día, jugando sola en la calle, Don Manuel pasaba por allí y me invitó a subir a
su casa. No piensen que subí
ingenuamente, le había estado esperando, era el momento preciso. El que había planeado. Tenía siete años esa tarde primaveral, de sol
y paz. Subimos a su piso, el con la
escusa de que necesitaba una ayudita con las bolsas de la compra. Una vez dentro, se acomodo en su sillón y, mirándome un rato largo en silencio, dijo:
—Anda,
ven y siéntate aquí en mi regazo como una niña buena.
Con
su ayuda me subí a su regazo. El me movió
para que mi muslo y parte de mi culo le hiciese presión en la entrepierna, que
ya sentia yo que tenía dura. Le mire a los ojos
inocentemente con mis manitas cruzadas la una sobre la otra. Recuerdo que respiraba hondamente, que tenía
gotas de sudor sobre el labio superior. Olía
a armario cerrado, a humedad porosa negra de la que trepa por las paredes como
una enfermedad. Deslizo su mano por
debajo de mi vestido y cuando sus dedos llegaron a mi pubis, yo le sonreí
dulcemente. El se relajó y me devolvió
la sonrisa mientras yo me sacaba de mi manga larga el cuchillo que tenía guardado
y se lo clavaba en el cuello profundamente.
La
sangre brotó feroz. Pero fui rápida y
solo me manché un poco. Mi hermano Julio
estudiaba medicina y ojeando sus libros averigüé el mejor sitio del cuello para
clavar mi cuchillo. Supe que la sangre
brotaría en arco y como así poder desplazarme lo suficientemente deprisa como
para no mancharme mucho. Mi padre era
policía municipal y siempre escuchaba las historias que contaba de como habían
atrapado a los malos. Siempre dejaban
sus huellas o se delataban ellos mismos después del crimen. Yo iba preparada ese día, con solo siete
años.
Sus
ojos me miraban atónitos, se salían casi de sus orbitas debido al espanto. Oía en su garganta un ruido de burbujas
liquidas y espesas que le impedían hablar.
Alargaba una mano hacia mí mientras con la otra intentaba parar el flujo
de sangre que le manaba de su garganta manchando todo su torso y ese regazo
suyo repugnante.
Mientras
moría empecé a pasar los ojos por la habitación. Era un salón de muebles bastante antiguos. Algunos cuadros en la pared de paisajes
aburridos y mal pintados. Había un
escritorio en la esquina cerca de la ventana, con la puerta del dormitorio y
del aseo al fondo. Me acerque al
dormitorio y miré dentro, vi una cama de matrimonio, mesitas, cómoda y un
armario. Todo a juego y por la pinta elegida
cuando se casó con Doña Mercedes. Me volví
y lo miré. Ya estaba muerto. Los ojos abiertos y la lengua fuera. Me acerqué y le pregunté:
"¿Dónde
lo escondes? ¿Dónde esconderías algo que
querrías tener cerca pero oculto a la misma vez? ¿Algo que Paqui, que limpia tu casa
minuciosamente, no encontraría?”
Me
giré lentamente mirando todo con minuciosidad.
En el salón no estaría, Don Manuel tenía muchas visitas siendo un hombre
tan respetado y querido en el barrio;
tampoco en la cocina pues Paqui algunas veces cocinaba. En el baño mucho menos. Quedaba solo el dormitorio. Esta vez entré del todo. Escondido en un cajón no iba a estar, todos
sabíamos que Paqui consideraba las casas que limpiaba como suyas y no había un
cajón en el que ella no hubiera metido la mano.
Tampoco el armario. ¿Dónde
entonces? Me volví hacia la puerta y
entonces lo vi. Un cuadro muy bonito,
bien pintado, de un niño de mirada inocente.
Volví
al salón antes de tocar nada y, cogí de mi otra manga unos guantes de
invierno. Me los puse. Arrastre una silla del comedor hasta la
habitación, me subí a ella y con cuidado descolgué el cuadro.
Era
un cuadro antiguo, casi ruinoso. Estaba oscuro
y la pintura craquelada por el tiempo.
La expresión del niño era de un éxtasis religioso. Era un niño bellísimo, más o menos de mi edad. Me di la vuelta y contemplé la pared. No había marca de cuadro, de lo cual deduje,
que se descolgaba con mucha frecuencia. La parte de atrás era de madera y llevaba
cinta marrón de embalaje alrededor.
Levanté la parte superior de la cinta y vi que no tenía que despegar más. Había una apertura. Incline el cuadro y salieron unas fotos. Las miré una a una, despacio, sin
prisas. Niñas y niños. Don Manuel no tenía preferencias. Había fotos
antiguas y otras, no tanto. A algunos no
los reconocí pero a otros sí. Incluso a
los que ya no eran niños. Las cogí todas
y me las lleve al salón y mientras contemplaba a Don Manuel muerto en su silla las tire
todas a su alrededor. Pasé por detrás de
su sillón y con cuidado de no mancharme limpié la empuñadura del cuchillo. Lo hice despacio, no quería que se saliese. Me quité los guantes en el baño y me lavé las
manos bien dejando todo limpio, seco y sin huellas con la toalla después. Guardé los guantes en mi manga de nuevo. Con la falda de mi vestido abrí la puerta de
la entrada y salí sin mirar atrás.
Volví
al jardín donde estaba jugando. Cogí una
piedra afilada del suelo y aguantando el dolor me raspe la mano de la manga
manchada de sangre. Con lágrimas en los
ojos volví a casa para que mamá me curase la herida que había sangrado tanto
pero que al llegar estaba mejor.
A
mí no me conoce nadie… ni mi propia madre.
Esa
fué mi primera vez. Recuerdo a mamá y papá
hablando en voz baja en la cocina de lo sucedido. Papá sabia todos los detalles y mamá no era
de las que se iba de la lengua. Si
entraba a la cocina se callaban de golpe y se miraban fijamente. Qué placer me daba mi secreto. De noche, antes de dormir, recordaba su cara
al clavarle el cuchillo. Pero al cabo de
unos días ya la historia me aburría y a otra cosa mariposa.
Sólo
una persona supo quién era yo al final.
Mi querido hermano Juan. Juan era
amado por todos los que le conocían y mi hermano favorito. Pero Juan un día trajo a casa a su novia para
presentársela a la familia, la cosa iba en serio. Yo tenía diecisiete años ese verano. Recuerdo la expectación de mis padres. La mesa puesta con mantel de los que sólo se
usan en momentos especiales. Cuando sonó el timbre todos nos abalanzamos hacia
la puerta y allí estaba ella.
Era
perfecta, de divina juventud que relucía.
Cabellos largos, suaves, color ámbar.
Ojos de melocotón, boca generosa.
Juan no le quitaba ojo. Ese fue
el problema. Juan, al venir a casa, lo
primero que hacía era llamar en voz alta “¿Dónde está mi Sol?”. Yo corría hacia él y me daba vueltas por la
habitación mareándome y llenándome de alegría.
Pero está vez no. Cuando me tocó el
turno de presentación solo dijo “A si, esta es mi hermana pequeña”. Él ni me miro pero ella, ayyy…, fue odio mutuo
al instante.
Durante
la cena, cada vez que decía algo o intentaba llamar la atención de Juan ella me
interrumpía. Y cuando nuestras miradas
se cruzaban, ella al observar la rabia y el odio en mis ojos, me sonreía. Pero sus ojos decían otra cosa. Decían “el ahora es mío”.
Esa
noche, una vez acostada en mi habitación, supe que Juan tenía que morir. Me había traicionado. Ella haría lo imposible por apartar a Juan de
mi lado. Así que esa noche decidí que si
no podía ser mío, no sería de nadie.
Claro
que había que ir con mucha cautela. Y
aunque pensé unos segundos en el dolor que causaría la muerte de Juan a mis
padres, el dolor de otros no me interesaba mucho. Tendría que planear meticulosamente mis
movimientos, la coartada era esencial.
No soportaría estar encerrada y que un medico indagase en mi mente el
resto de mi vida.
Los
novios se pelean siempre. Eso lo sabía
ya con certeza. Las pasiones son así. Abría que esperar que una pelea ocurriese
para llevar mi plan a cabo. Fácil seria ya que Juan seguía viviendo en casa. Así
que con paciencia, como una araña en su tela esperando que caiga su presa en
ella, medí el tiempo.
Al
día siguiente de la famosa visita redacté la carta de suicidio de Juan en mi máquina
de escribir. Esto no me llevo mucho tiempo.
-No puedo seguir así. Soy muy infeliz. Lo siento-
Lo
justo para no dejar dudas de su intención.
Ahora a conseguir las pastillas que le harían pagar por su traición.
De
nuevo esto sería bastante fácil, si había algo que me gustaba era espiar a
los vecinos y colarme por sus ventanas abiertas, puertas entornadas y sus casas
vacías cuando se marchaban. Había
aprendido muy joven como abrir cerraduras con una maestría que no dejaba huella. Era tan silenciosa que no se percataban de
que estaba dentro con ellos. Que bajo
las camas los observaba, oía sus conversaciones, rebuscaba sus secretos. Incluso intermediaba para causar
problemas. Dejaba notas de amor falsas
en chaquetas para que las encontrase esposas o maridos. Escondía objetos o me los llevaba si me gustaban
mucho. Incluso me daba festines, riéndome imaginando sus caras cuando no
encontraban la comida y viendo todo igual que cuando lo dejaron, sin un plato
sucio. Y si alguien me caía muy mal pues
un accidente lo tiene cualquiera, ¿verdad?
Sabía
que un día ya no podría seguir haciendo esto, era consciente de que me estaba
haciendo mayor. La madurez daría paso a
cosas nuevas, de eso no tenía dudas, pero para esto todavía era suficientemente
niña. Dentro de mí bullía un volcán de
rabia, odio y muerte hacia el desprecio de Juan. ¡Cambiarme por esa furcia! Eso sí, yo encontraba soluciones a todo. Era muy espabilada.
Así
que me encaminé a casa de la señora Julia una tarde que Juan y su novia estaban
encerrados en su cuarto haciendo risitas. Era una mujer muy mayor. Sus hijos vivían en otras ciudades donde
había más oportunidades y la habían dejado sola. Su única hija venia siempre un Domingo sí y
otro no. El resto de los días la señora
Julia se entretenía en su jardín, hablando con las vecinas, sentada en la
puerta de su casa o viendo la novela a la hora de la siesta con el volumen
altísimo.
Siempre
se dejaba la puerta que daba al jardín de atrás abierta, ya que esta daba a la
cocina y la había oído comentar que no le gustaba que la casa oliese a comida, así
que al cocinar abría para que se fueran los olores. Al acercarme me percaté por el sonido que la
novela estaba en marcha. Entre tranquila
y me asomé con cuidado hacia el salón. Allí
estaba, durmiendo con la boca abierta.
Me dirigí al baño y busque en el armario, había una farmacia entera
guardada allí. En todas las casas de
viejos en los que me había colado, los viejos iban de pastillas hasta las cejas. ¡Y luego decían que los jóvenes se
drogan! Cogí tres cajas de la medicina
que buscaba. Al salir del baño la volví
a mirar. Qué asco me dio verla tan vieja
con la boca abierta. Nadie debería de
vivir tanto. En la cocina encontré unos
guantes de fregar amarillos. Me los puse
y volví al salón donde dormía. Cogí un
cojín del sofá, me situé detrás del sillón y se lo puse sobre la cara. ¡Huf… que peleona! Intentó arañarme pero con los guantes no hubo
manera. Comó lucho hasta morir. ¡Cualquiera diría que tenía veinte años! Volví a dejar el cojín en su sitio y la situé de nuevo derecha en su sillón, arreglándole el
pelo y el vestido. ¡Ya está, ha quedado
estupenda! Cuando la encuentren pensaran
que murió durmiendo plácidamente la siesta.
Ahora
a aguardar que esos dos idiotas se peleasen.
No tuve que esperar mucho como supuse.
Ella salió dando un portazo y Juan detrás suplicando. Me acosté esa noche con una excitación tal
que no podía conciliar el sueño. La
pelea había sido gorda. Esto lo oí a mi
madre decir a mi padre. Y que Juan estaba
muy callado y abatido. Papá le dijo a
Mamá que no se metiese en lo que no le importaba.
Viendo
que no me iba a dormir, me levanté a tomarme un vaso de leche en la
cocina. La casa estaba silenciosa. La tenia para mí, todos durmiendo y yo
disfrutando de la oscuridad. Cuál fue mi
sorpresa cuando llegué a la cocina y me encontré a Juan allí sentado en la
mesa. Me miró al entrar y me dio una
media sonrisa.
“¿Y
tú qué haces levantada, bicho?” me dijo.
“No
puedo dormir y quería un vaso de leche,” conteste.
“Yo
tampoco puedo dormir. ¿Supongo que
sabrás el porqué?”
“La
verdad Juan es que no me importa en lo mas mínimo,” le dije, mirándolo
fijamente a los ojos.
“Que
malas y frías sois las mujeres. Siempre
con vuestros caprichos y si no son complacidos nos dáis la espalda.”
“A
mí no me pongas en el mismo saco que ella,”
respondí con furia, casi fuera de mí.
Furia contenida desde que la trajo a casa hace tiempo.
Se
quedo mirándome, pensativo. “Creo que te
he tenido muy ignorada. No era mi
intención, Sol, cuando te enamores veras lo difícil que es ver otras
cosas. Sólo piensas en la persona a la
que quieres y no cabe nadie más. Lo
siento.”
Si
pensaba que lo iba a arreglar con un lo siento lo tenía claro. Yo no perdonaba. Nunca.
Y el pagaría su traición.
Volví
a mi cuarto. Saque del escondite el
polvo en el que había convertido las pastillas de la señora Julia y la nota de
suicidio. Espere a oírlo subir a su
cuarto. No tardó mucho y, en cuanto oí
cerrarse su puerta, me volví a bajar a la cocina. Preparé dos vasos de leche con cacao. En el de la derecha vertí el polvo de las
pastillas. Lo mezcle bien y puse
bastante azúcar. Doblé la nota y la puse
en el bolsillo de mi bata.
Subí
despacio por las escaleras camino a su cuarto.
Quería saborear cada momento para poder revivirlo después. Llamé a su puerta con suavidad y entré. Lo encontré sentado en la cama leyendo. Le sonreí con una sonrisa de perdón. El me sonrió también. Como tantas veces había hecho. Sentí un momento de duda pero al ver la foto
de ella sobre la mesita se me paso rápidamente.
“Como
no podemos dormir he pensado que podríamos compartir un cola cao como hacíamos
antes. ¿Te apetece?” le pregunte.
“Claro
que sí. Anda, túmbate aquí a mi lado y
te leo algo mientras no lo tomamos.”
Dejé
la bandeja encima de la mesita, apartando la foto de la estúpida. Me volví a la estantería y elegí uno de mis
libros favoritos que él antes me solía leer.
Al darme la vuelta y verlo beber me llené de pena. Le iba a echar de menos. Habíamos sido felices hasta que ella
llegó. Saqué de mi bolsillo la nota y la
deje sobre la bandeja al coger mi vaso.
Me acosté en la cama a su lado y mientras bebíamos él iba leyendo.
A
mitad de tomarme el vaso de chocolate empecé a sentirme rara. No me encontraba bien. Me pesaban las piernas y no podía sostener el
vaso. Juan me miró y con una sonrisa
dulce lo vi sacar del cajón unos guantes.
Una vez puestos me cogió el vaso de la mano y la poso sobre la bandeja. Lo vi coger la nota y leerla. Me volvió a mirar y con suavidad me puso la
nota en la mano. Entonces entendí que había
cambiado los vasos. Entendí que el conocía
mis intenciones. Le veía contemplarme. Tenía la cara llena de curiosidad pero seguía
con esa media sonrisa dulce. Se sentó en
la cama. Lo último que oí fueron sus
palabras diciendo….
“¿Pensabas
que eras la única en la familia con estos apetitos?”
Me ha gustado mucho, y me ha tenido en vilo toda la narración, mezcla de justicia terrena , venganza mortal y preguntas introspectivas. Un abrazo y sigue Pilar
ResponderEliminarGracias y perdona el retraso, no me había dado cuenta de tu comentario.
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